4:29
0



Elena y Diego, una joven pareja de veinteañeros, decidieron hacer una escapada de fin de semana para salir de la rutina. Alquilado el auto más barato que encontraron, emprendieron un viaje improvisado hacia el norte, sin destino fijo, pero con la emoción de la aventura.


Habían conducido unas cuantas horas cuando, sin darse cuenta, tomaron un desvío en una carretera secundaria. A medida que avanzaban, el asfalto se hacía cada vez más angosto y la señal del GPS desapareció. La noche caía, y aunque Diego intentó hacer una broma para aligerar el ambiente, su risa sonó nerviosa.


—Bueno, ¿qué es lo peor que podría pasar? —dijo él, apretando el volante con las manos sudorosas. Elena le lanzó una mirada que mezclaba sarcasmo y reproche.


—Podríamos morir asesinados en medio de la nada, como en esas películas de terror que tanto te gustan —respondió, tratando de sonar divertida.


Diego rió, pero de inmediato se calló al ver un cartel a la orilla de la carretera: “Bienvenidos a San Silencio”.


—¿San Silencio? —preguntó Diego, frunciendo el ceño—. ¿Te suena?


—No, pero dudo que haya más de un habitante en un pueblo con ese nombre —se burló Elena.


Decidieron detenerse en un pequeño bar de carretera. El lugar parecía sacado de otra época: el papel de las paredes estaba gastado y el suelo crujía bajo sus pies. En la barra, un hombre mayor los observaba en silencio, con una mirada que no inspiraba confianza.


—Buenas noches, ¿saben dónde estamos? —preguntó Diego con una sonrisa incómoda.


El hombre les dirigió una mueca que bien podría ser una sonrisa… o un intento fallido.


—San Silencio —respondió, casi susurrando. Su voz era tan áspera que parecía rasgar el aire.


Diego y Elena intercambiaron miradas, incómodos.


—¿Sabe si hay algún hotel cerca? —preguntó Elena, esperando que no.


El hombre soltó una carcajada tan seca que los hizo retroceder.


—¿Hotel? Aquí no hay hotel, muchacha. Lo más cercano que tienen es mi posada, al final de la carretera.


Sin otra opción, aceptaron. El viejo les ofreció una última advertencia antes de salir del bar: “No se salgan del camino, y manténganse juntos”. Diego soltó una risita nerviosa mientras Elena rodaba los ojos.


—¿Te das cuenta de que esto tiene escrito “matanza” en mayúsculas? —murmuró ella mientras caminaban hacia el auto.


Condujeron unos minutos hasta encontrar la posada. Era un caserón antiguo, que en otra época quizás fue una bonita mansión. Pero ahora, con la pintura descascarada y ventanas que parecían vacías, solo podía describirse como… inquietante.


El recepcionista era un hombre de rostro inexpresivo que les entregó una llave sin decir palabra. La habitación, ubicada en el último piso, parecía aún más abandonada que el resto de la posada. Todo crujía, desde las tablas del piso hasta el marco de la cama.


—¿Es una mala idea quedarnos aquí? —preguntó Elena, nerviosa.


—¿Y salir a la carretera de noche para que el auto se quede sin gasolina? No, gracias —dijo Diego, aunque no sonaba muy convencido.


Se acostaron, pero ninguno podía dormir. Cada sonido, cada crujido, parecía venir de algún rincón oscuro de la habitación. Al cabo de un rato, Elena escuchó un susurro.


—Diego, ¿dijiste algo? —preguntó, pero Diego estaba de espaldas, fingiendo dormir.


—No, no dije nada… —respondió finalmente, sin darse la vuelta.


Pasaron unos minutos de silencio incómodo. Y entonces el susurro volvió. Esta vez era claro, casi al oído de Elena: “No se salgan del camino…”.


Elena se giró rápidamente hacia Diego, pero él la miraba con ojos desorbitados.


—¿Lo escuchaste? —preguntó ella.


—Sí… —murmuró él, tragando saliva.


Decidieron salir de la habitación y bajar al lobby, buscando a alguien más. Pero el lobby estaba vacío, completamente oscuro. Intentaron salir del edificio, pero la puerta estaba cerrada con llave. De repente, se escucharon pasos en las escaleras, acercándose lentamente. Elena y Diego retrocedieron, tratando de encontrar un lugar donde esconderse.


Los pasos se acercaron más, y al voltear, vieron al recepcionista. Ahora no era inexpresivo; su rostro estaba retorcido en una mueca macabra, con una sonrisa que mostraba dientes demasiado afilados.


—¿Van a salir del camino? —preguntó con voz cavernosa, y ambos negaron rápidamente con la cabeza.


Él les hizo una seña para que lo siguieran. Temblando, lo obedecieron. Subieron de nuevo hasta su habitación, donde el recepcionista señaló la cama.


—Es el único lugar seguro —dijo, con un tono que no parecía tranquilizador.


Diego y Elena se acostaron, fingiendo dormir. Apenas el recepcionista salió, comenzaron a planear una escapada. La idea era esperar hasta el amanecer, correr al auto y no mirar atrás.


Pero cuando la primera luz del sol se filtró por la ventana, ambos se levantaron lentamente. Al salir de la habitación, descubrieron algo que los dejó paralizados: la puerta del hotel estaba abierta, pero la carretera… ya no estaba. Todo el entorno había cambiado, y ahora lo único que los rodeaba era una densa niebla, y más allá de la niebla… nada.


Intentaron gritar, pero sus voces parecían ahogarse en el vacío.


En ese momento, escucharon la risa del recepcionista a lo lejos, acompañada de una voz susurrante y burlona: “Les advertí que no se salieran del camino”.


En un intento desesperado, ambos corrieron hacia donde había estado el auto, solo para encontrarlo destrozado, oxidado, como si llevara años ahí. Cuando se giraron, vieron al recepcionista acercándose, esta vez con un hacha en mano, y una sonrisa sádica en su rostro.


El último sonido que se escuchó fue un grito ahogado y un eco que se desvaneció en la niebla de San Silencio, mientras el pueblo volvía a su calma… aguardando pacientemente a sus próximas víctimas.


Next
This is the most recent post.
Entrada antigua

0 comentarios: