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 La humedad en la Villa "La Esperanza" no era solo del río cercano, podrida y estancada. Era el sudor del miedo, la respiración agria de la miseria apretada entre chapas y ladrillos mal puestos. Ramón la sentía pegarse a la piel, como una segunda camisa sucia. Había vuelto, arrastrando los pies por la tierra apisonada entre las casillas, cargando el peso de su pasado como un fardo invisible. El barrio lo recordaba: al pibe que se fue con sueños y volvía derrotado, con los ojos hundidos y las manos temblorosas, escapando de algo peor que la pobreza. Algo que, intuía, lo había seguido hasta aquí.


Y entonces la vio. *La Piba del Charco*.


Vivía al final del callejón sin salida, donde la calle se convertía en un lodazal perpetuo alimentado por una cañería rota. Su casita era la más decrépita, casi tragada por la maleza agresiva. Ella, Liliana, tendría diecisiete, dieciocho años. Delgada como un alambre, con un vestido desteñido que le colgaba. Pero no era su delgadez lo que helaba, sino sus ojos. Grandes, demasiado grandes para su cara pálida, de un azul glacial, sin vida, como pozos de agua estancada bajo la luna. Observaba. Siempre observando, inmóvil en el umbral de su puerta, o sentada en una silla rota frente al *charco* que daba nombre a su dominio.


Ramón intentó ignorarla. Reconstruía su vida a duras penas, arreglando electrodomésticos en un cuartito que olía a aceite quemado y derrota. Pero los ojos de Liliana lo seguían. En la cola del almacén, entre las sombras de la noche al volver de tomar una birra barata, incluso en sus sueños febriles. Soñaba con el charco. Soñaba que algo se movía bajo esa superficie grasienta, reflejando distorsionadamente el rostro inexpresivo de la piba.


El primer incidente fue el gato. El viejo Tomás, el del almacén, maldijo durante días la desaparición de su minino atigrado. Lo encontraron una mañana, flotando panza arriba en el centro del charco. No ahogado. *Aplanado*. Como si una losa enorme lo hubiera aplastado contra el fango. Sus ojos, abiertos, reflejaban el mismo vacío que los de Liliana. Ramón sintió un escalofrío que le recorrió la columna. Vio a la piba observando desde su puerta, una sombra de… ¿satisfacción? en sus labios finos.


Luego fue el perro de los Ríos, un animal grande y ladrador. Desapareció. Apareció dos días después, también en el charco, también *aplanado*, su pelaje marrón convertido en una costra de barro seco y huesos rotos. El murmullo del barrio se volvió un zumbido de miedo y recelo. Todos miraban hacia la casilla del fondo. Pero nadie decía nada. Nadie se atrevía. Liliana seguía allí, su silueta espectral recortada contra la luz mortecina de su vivienda, sus ojos azules fijos en el charco o, peor, en quien osara pasar demasiado cerca.


Ramón empezó a notar otras cosas. El charco nunca se secaba, ni en los días de calor más feroz. El agua, si es que podía llamarse agua, parecía más espesa, más oscura. A veces, de madrugada, creía oír un sonido: un *glup-glup-glup* lento, profundo, como si algo enorme respirara bajo el fango. Y el frío. Un frío húmedo y penetrante que emanaba del lodazal, incongruente con el calor asfixiante de la villa.


La obsesión consumió a Ramón. El miedo se mezcló con una rabia impotente. Él había huido de demonios propios solo para encontrarse con este… ¿qué era? ¿Una bruja? ¿Un demonio? ¿Algo peor?.

Una noche, después de que el hijo chico de la vecina llorara diciendo que "la señora del agua" lo miraba desde su ventana, Ramón estalló. El miedo y el rencor lo embriagaron más que el vino barato. Empuñó una vieja llave inglesa, pesada y fría. No podía más. Tenía que enfrentarla. Acabar con la fuente del mal, o morir en el intento. Era su última esperanza, o su último error.


La noche era opresiva, sin luna. El único sonido era el zumbido lejano de la ciudad y el crujir de sus propios pasos sobre la tierra seca. El aire olía a basura quemada y a esa humedad fétida del charco, más intensa que nunca. La casilla de Liliana era un bulto oscuro. No había luz en las ventanas. Pero él sabía que ella estaba allí. Siempre estaba.


Se acercó al borde del charco. El agua negra relucía débilmente. El frío que emanaba le erizó el vello de los brazos. Respiró hondo, el olor a podrido le hizo arcadas.


"¡Liliana! ¡Salí, maldita sea! ¡Salí y enfrentame!" gritó, su voz rasgando el silencio, temblorosa pero cargada de odio.


La puerta de la casilla se abrió sin un ruido. Liliana emergió. No llevaba su vestido desteñido. Estaba envuelta en algo oscuro, húmedo, que le brillaba débilmente bajo las estrellas. Parecía hecha de la misma sustancia que el charco. Sus ojos azules, glaciales, lo clavaron desde la oscuridad del umbral. No había miedo en ellos. Solo una curiosidad terrible, antigua.


"Vos lo buscaste, Ramón", dijo su voz. No era un susurro, sino un sonido gutural, como burbujas rompiendo en el fango. "Vos y tu peso... tu culpa. Atrae a lo profundo."


Ramón dio un paso hacia ella, blandiendo la llave. "¡Callate, bruja! ¡Vos tenés la culpa de todo! ¡De los animales! ¡Del miedo!"


Liliana sonrió. Fue una mueca espantosa, sin alegría, que estiró su piel pálida hasta mostrar demasiados dientes pequeños y afilados. Dio un paso hacia adelante, pero no hacia Ramón. Hacia el borde del charco.


"No soy la bruja, Ramón", susurró-burbujeó. "Soy la puerta. La que cuida. Lo que está abajo... tiene hambre. Y vos... pesás tanto."


Dio otro paso. Su pie descalzo tocó la superficie del agua negra. No se hundió. La superficie se *abrió* bajo su pie, como un aceite espeso, sin ondas. Bajó el otro pie. Se hundió hasta el tobillo en esa oscuridad que no mojaba, solo *engullía*.


"Vení", dijo, extendiendo una mano que goteaba un líquido negro y espeso. "Vení a ver lo que espera. Lo que siempre estuvo aquí, antes de las chapas, antes de todo. Lo que se alimenta del peso... del *aplastamiento* de las almas."


El terror, puro y cristalino, paralizó a Ramón. No era ella el monstruo. Ella era solo... la carnada. La guardiana. El horror estaba *debajo*. En el charco. El *glup-glup-glup* se hizo más fuerte, más cercano. Una burbuja enorme, del tamaño de un plato, emergió y estalló en la superficie, liberando un hedor a alga podrida y a carne en descomposición milenaria.


Ramón retrocedió, tropezando. La llave inglesa cayó de sus manos con un golpe sordo en la tierra. Quería gritar, vomitar, correr. Pero sus piernas eran de plomo.


Liliana estaba ya hasta la cintura en la oscuridad. Sus ojos azules seguían fijos en él. "No podés escapar de tu peso, Ramón. Te seguimos porque lo cargás... y abajo, *lo alivian*."


Algo enorme se movió bajo la superficie del charco. La masa negra se abultó, como si una espalda inmensa, cubierta de fango, rozara la piel del agua. El *glup-glup* se convirtió en un rugido ahogado, un sonido de presión inmensa, de piedras moviéndose en las profundidades de la tierra. El frío se intensificó hasta quemar.


Ramón giró para huir. Pero fue demasiado lento, demasiado pesado por el pánico.


No fue Liliana quien lo tocó. Fue el charco.


Una lengua de esa oscuridad líquida y espesa brotó del borde como un tentáculo relampagueante. Le golpeó los tobillos, fría como la tumba, y se enroscó con la fuerza de un cable de acero. Ramón gritó, un sonido agudo de terror animal, mientras era arrastrado hacia atrás. Sus manos arañaron la tierra seca, inútilmente. La sustancia negra trepó por sus piernas, fría, implacable, pesada. Pesada como toda su culpa, como todo su pasado fallido.


Vio los ojos azules de Liliana, ahora casi a su altura, mientras él era arrastrado hacia el centro. Ella sonreía su sonrisa de dientes afilados, hundiéndose también, como un espectro descendiendo a su elemento.


"Abajo está la quietud", burbujeó su voz, ya medio sumergida. "El alivio del peso... para siempre."


El agua negra, espesa como alquitrán frío, le cubrió la boca, la nariz, los ojos. No ahogaba. *Apretaba*. Una presión inmensa, constante, que comenzaba a comprimirlo desde todos lados. El rugido ahogado bajo él era ensordecedor. Sintió, más que vio, la forma inmensa, informe, que esperaba en la profundidad absoluta. Algo ancestral, hecho de lodo y oscuridad y hambre de presión, de aplastamiento.


El último pensamiento de Ramón no fue de terror, sino de un entendimiento espeluznante, frío como el agua que lo envolvía: los animales no habían sido aplastados por algo que cayó *sobre* ellos. Habían sido aplastados por lo que había *subido* desde abajo. Por la fuerza de compresión infinita de lo que habitaba el fango eterno bajo la villa. Lo que Liliana alimentaba. Lo que ahora lo reclamaba a él y a su pesada culpa.


El agua negra se cerró sobre su cabeza. No hubo salpicadura, solo un leve temblor en la superficie, como un guiño fangoso. Luego, la quietud. El *glup-glup-glup* volvió, lento, satisfecho. El frío se retrajo lentamente hacia el centro del charco.


A la mañana siguiente, el callejón amaneció igual. El sol cayendo implacable sobre las chapas. El olor a basura. Los vecinos evitaban mirar hacia el charco. Solo notaron que Ramón no abrió su taller. Y que Liliana, la Piba del Charco, estaba sentada en su silla rota, frente al agua quieta y negra. Llevaba un vestido limpio, azul pálido. Sus medias estaban empapadas de un lodo oscuro y espeso. Y junto a ella, en la tierra, había una llave inglesa oxidada, cubierta de la misma sustancia negra y viscosa que ahora parecía brillar, apenas, en la superficie del charco bajo el sol de la mañana. Un brillo profundo, hambriento, y terriblemente quieto.

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